Texts
Alberto Martín: El largo viaje hacia la construcción de la experiencia.
Después de una trayectoria de más de veinte años, la obra de Javier Ayarza ha ido definiéndose progresivamente como una indagación constante sobre el propio medio fotográfico y sobre aquello que le es más consustancial, la posibilidad de construcción de una mirada sobre el mundo. La fotografía, por su capacidad de registro de lo real, está inevitablemente caracterizada por su doble naturaleza como reflejo e imagen. Un sujeto que mira y un mundo que es observado, reflejado y fijado. Esta dicotomía, sencilla en su enunciado, esconde detrás un largo proceso de reflexión y construcción que se configura como la columna vertebral de la evolución de la práctica fotográfica.
Esta naturaleza “constructiva” de la mirada fotográfica, la capacidad de la imagen para “hablar” de lo real y construirlo es algo que Ayarza ha asumido como eje central de su propuesta artística.
Su primer trabajo, a principios de los años noventa, ya era específicamente fotográfico y contenía muchas de las preocupaciones que luego desarrollaría en profundidad. Bajo el título Locus-bosque sagrado realizó una serie de imágenes sobre la naturaleza que presentaba de manera fragmentada, con la intención expresa de cuestionar la relación directa y pasiva del espectador con el referente fotográfico. El bosque se convertía aquí en el espacio de una representación simbólica, un lugar primigenio que el autor restituye a un tiempo anterior a la construcción del paisaje pictórico. La mirada del espectador es desviada así de la confortable lectura pintoresca, para situarle ante un juego de representaciones totémicas, originales, cuyo sentido último debe completar rastreando, también en sí mismo, el significado de aquello que es anterior al sometimiento de la visión.
Tras este primer trabajo, empezó a desarrollar una serie de obras en las que hizo más explícita su intención por desmontar los mecanismos de construcción del significado en la imagen (De la seducción), poniendo en evidencia las contradicciones entre la realidad y su representación en un contexto de intereses eminentemente político. En estos trabajos, reutilizaba imágenes extraídas de los medios de comunicación, la publicidad, el cine o la pornografía, que aislaba y relacionaba de nuevo, en un proceso alegórico sustentado en el montaje y en la relación entre texto e imagen. En piezas como We only wish your peace, Déjanos administrar tus miedos, Naïma, todas ellas de la serie De la seducción, subvertía los significados dominantes y ponía de relieve la naturaleza ambigua de la imagen en función de sus contextos de lectura y de su dependencia de los ámbitos de circulación y difusión. Situándolas sobre todo en espacios públicos, con el fin de generar rupturas e interrupciones en los pasivos ritmos cotidianos de recepción de las imágenes y de los mensajes a ellas asociados, ponía en evidencia el simulacro de la imagen y la banalización de las emociones.
Esta estrategia más explícitamente activista, que dura casi cinco años, y coincide con su integración dentro del colectivo artístico A-UA-CRAG, deja paso a la vuelta a la indagación del dispositivo fotográfico. Y lo hace volviendo a retomar un espacio metafórico de trabajo, el bosque, que plasma en un extenso trabajo titulado De luce et umbris (1995). La actitud que adopta Javier Ayarza, en este retorno al bosque es la de un emboscado, un viaje hacia la espesura y la profundidad. Este adentrarse es planteado como un itinerario cuya meta es la fusión con la tierra, un intento de retorno a lo originario, a aquello que no está contaminado y permanece de alguna manera fuera de las coordenadas del mundo, y por lo tanto fuera de todo control. Según evoluciona el trabajo De luce et umbris, podemos ver cómo el autor modifica progresivamente su mirada, acentuando dos elementos que radicalizan su propuesta: por un parte, a medida que avanza por este espacio primigenio, salvaje, anterior a toda construcción cultural, una progresiva oscuridad se va adueñando del plano, hasta poner en cuestión las condiciones de visibilidad; por otra, dirige la vista hacia el suelo, y rastrea en el nivel más bajo, los limites de la imagen.
Esta propuesta se radicaliza en su siguiente serie, denominada SIT TIBI TERRA LEVIS, con la que cierra sus trabajos sobre el bosque. Aquí, las imágenes se sitúan prácticamente a ras de suelo, dominadas por la oscuridad y el desenfoque, en el límite de lo visible. Se trata de intentar rastrear lo invisible, aquello que no está ya en el referente, una imagen que no tiene memoria y nos ofrece toda su capacidad ilimitada para contar el mundo. Lo que tenemos ante nosotros son imágenes latentes, depositarias de algo innombrable aún, anteriores a cualquier relato, y por lo tanto singulares y libres para actuar en una esfera no contaminada por las significaciones dominantes. Imágenes de resistencia, radicalmente arcaicas.
En la medida en que se interesa por la “objetividad” de lo fotográfico, era lógico que Javier Ayarza terminara interesándose por el objeto. En El curso de las cosas (1998), su siguiente trabajo, registra una serie de naturalezas muertas encontradas en el ámbito de lo doméstico. Enfrentado a los objetos cotidianos, a su exterioridad radical, a su materialidad, intenta rastrear en ellos el depósito de la experiencia cotidiana, y se acerca a la superficie de las cosas como si se tratara de la piel, al igual que había hecho anteriormente en el interior del bosque. Se aproxima tanto con el objetivo a las texturas que nos hace descubrir el interior oculto de los restos del día a día, y restituye esa experiencia desechada que se oculta tras los ritos cotidianos de la casa: la cocina, la alimentación, la limpieza. Hay en esta desorbitación de la mirada cotidiana un claro impulso indagatorio sobre el transcurrir de la experiencia, la fijación de un tiempo constituido por estratos de cotidianeidad que son el resultado de ínfimas y mecánicas acciones sobre las cuales apenas tenemos conciencia.
Esta indagación sobre los ritmos minúsculos de nuestra historia íntima, una especie de microtiempo, se ve ampliada de escala en sus siguientes trabajos dedicados a la realización de una serie de paisajes que oscilan de lo urbano a lo rústico, desvelando un territorio del fracaso y del abandono. El tiempo de la historia y de la economía queda registrado y congelado en estos paisajes informes, en la medida en que han perdido las referencias que los conforman. Se trata se las series Fotografías (2000-2001) y Terra. La siesta del fauno (2001-2004). Aquí Javier Ayarza, muestra una preocupación documental por lugares a la deriva, exangües, desposeídos, que fotografía con un estilo seco y duro. En la primera de las dos series, Fotografías, concentra su atención sobre las marcas, las huellas, que convierte en testimonios de una ausencia del cuerpo social. Es la representación de la soledad de un territorio, vaciado y ya convertido en obsoleto e inservible. Nada hay en el registro de estos lugares que deje sitio a la representación ilusionista, a la nostalgia teñida de ensueño sentimental. El realismo que aplica Javier Ayarza se sitúa en la línea del estilo documental de Walker Evans retomado y reelaborado después por una larga generación de fotógrafos radicados en Vancouver, y entre ellos especialmente Roy Arden. La mirada que Evans dirigía hacia el mundo intentaba situarse en el instante preciso en que las cosas están a punto de desvanecerse en la historia, es el instante preciso que antecede al desmoronamiento de lo mostrado. Roy Arden, especialmente, retomará esta tradición realista al registrar “la historia social moribunda de la región de Vancouver” en sus imágenes. Lo que interesa de esta genealogía en relación al trabajo de Javier Ayarza es cómo hay un nivel en el que es posible que la historia penetre y se adhiera a la práctica de la descripción. Ese nivel es el que explora en su trabajo Terra.
Los paisajes fríos y secos del autor están muy lejos de la objetividad de la escuela alemana, por el contrario se sitúan en una estrategia por la que el acto de fotografíar es el que da sentido a una materialidad informe y al borde de la disolución. Fijar estos lugares en una imagen es sacar a la luz el germen de dicha disolución y de su fracaso, es desvelar la imposibilidad de situarse en un presente que ha sido definitivamente desplazado por el peso del pasado.
En estos dos trabajos queda claramente de manifiesto el objetivo fundamental de Javier Ayarza por construir una experiencia del territorio, una experiencia que manteniendo la capacidad descriptiva de la fotografía, consigue sin embargo que se desvelen las condiciones de construcción de la imagen, su momento de configuración histórica. El realismo de Javier Ayarza funciona así como un espejo de nuestra condición de espectadores.
El interés mostrado en estos dos trabajos por desarrollar una mirada desde abajo, esto es desde lo desechado y lo insignificante-informe, permite fijar el punto de arranque y contraste con la que es su última propuesta: PLASMA. El sueño del fauno.
La falta de futuro, la incapacidad de este territorio para situarse en un presente vivo, es lo que lleva como reacción a crear el mundo imaginario de Plasma. Ante la siesta definitiva del fauno, símbolo de una evolución histórica frustrada, se reconfigura lo que pudo ser el sueño del fauno antes de su disolución. Cambiando de estrategia, y trabajando por primera vez una fotografía construída-escenificada, esta serie esta íntegramente realizada en un pequeño escenario sobre el que sitúa pequeñas y modestas figuras de plástico. Con estas simples herramientas, Javier Ayarza pone en pie una especie de cosmogonía, de apariencia ambigua entre lo cómico y lo inquietante, en un acercamiento irónico hacia los grandes temas del arte, los dioses, los mitos y su representación, en evidente contraste con la visión desde abajo del territorio. Reapropiándose del espacio del publicista, con sus clichés y sus estereotipos, vuelve a poner de relieve la inestabilidad y ambivalencia de toda imagen como ya hiciera en su serie De la seducción. Estas minifiguritas de plástico con un estatuto a medio camino entre el objeto y lo humano, o entre lo humano y lo no humano, provocan la inestabilidad de nuestras categorías interpretativas y sobre todo de nuestros principios éticos y morales ( ver Margrit Brehm, “El cuerpo y sus sustitutos”, en Cindy Sherman, MNCARS, Madrid, 1996, p. 120). Esta ambigüedad, reforzada por la colocación de los personajes en un espacio completamente imaginario y fantástico, permite al autor volver de nuevo sobre sus temas centrales: la crítica de nuestra relación con las imágenes y el carácter construido de lo que llamamos realidad.
Por Alberto Martín
(publicado originalmente en Javier Ayarza. Plasma, Junta de Castilla y León, 2006).
Luís Francisco Pérez: EXTRAS, Javier Ayarza - Galería Fúcares, Madrid
La investigación llevada a cabo por Javier Ayarza en los últimos años ha tenido a la fotografía como esencial herramienta para la construcción (fijación) de un muy concreto territorio afectivo, sentimental y cultural, donde el paisaje era el catalizador que reunía en una sola gavilla los tres elementos que configuraban el discurso moral de su propia mirada con respecto a ese territorio, y donde realidad y ficción intercambian su verdad y su mentira sin por ello perder sus propias cualidades. Esos tres elementos, queremos decir, serían la geografía, la historia y la memoria. Paisaje y naturaleza estos, insistimos, tan reales como inventados. Una especie del condado de Yoknapatawpha de Faulkner pero situado en las llanuras altas de la Tierra de Campos, si bien, puestos a referenciar, no deberíamos alejarnos tanto. El paisaje, tal como hasta ahora ha sido visto por Javier Ayarza, bien podemos definirlo con el mismo título que un gran poeta nacido muy cerca de la Palencia de Javier Ayarza, el zamorano Claudio Rodríguez, dio a su primer libro de poemas, Don de la ebriedad, sin discusión una de las cimas de la poesía española del siglo veinte.
La introducción de la figura humana en la última serie de fotografías presentada por Ayarza, Extras, en absoluto debería llevarnos a considerarla como una rareza dentro de su obra, ni siquiera como una alteración formal dentro de la propia “tradición paisajística” frecuentada por el autor, pues en definitiva la novedad en sí misma radicaría únicamente en la contemplación de un “paisaje de fondo con figura” pero manteniendo unas constantes formales muy fieles al ideario estético (y moral) practicado por Javier Ayarza durante las dos últimas décadas. Ahora bien, es precisamente la inclusión de esa figura(s) en el paisaje lo que garantiza su continuidad estilística (paisanaje), pero a su vez el elemento distorsionador – L`agent Provocateur- que altera el orden y la consideración visual de la fotografía, hasta el punto de que la diferencia de esta serie con respecto a otras anteriores no sería otra, y eso es mucho, que la posición con que el autor obliga al espectador en su contemplación. Digámoslo ya: Javier Ayarza con Extras nos emplaza a ver una película. Con esto queremos decir que esa contemplación de un film estático solo sería posible si con ello pensamos a su vez, importantísimo, en la cualidad moral del travelling o en la alteración espacio temporal provocada por la elipsis en toda narración cinematográfica, pero también en el “fuera de campo” o en aquello que debe ser visto, o intuido, o escondido, o manipulado, o real o ficticio. No son pocas, en efecto, las novedades que con esta magnífica serie nos ofrece Ayarza sin pensamos que el autor, muy fiel a sí mismo, sigue investigando en la tradición paisajística.
Un pueblo castellano sin determinar cegado por el sol y el don de la ebriedad ejerciendo la noble y sencilla holganza durante las fiestas patronales. En ese entorno de humilde urbanismo los habitantes del pueblo van y vienen en grupos de dos, tres, cinco o el pueblo entero; se saludan, se encuentran, se festejan, se paran o siguen andando. Se muestran a la cámara de frente y también de espaldas. Nada más. Este es el sencillo storyboard que Javier Ayarza ha creado para poder “filmar” Extras. Que la propia ordenación de la serie se haya llevado a cabo por medio de la utilización de la cuadrícula vendría confirmar la eficacia del storyboard como elemento constituyente de una serie que aspira a una consideración visual otra de la imagen fotográfica, donde a excepción quizá de la imagen documental rara vez la fotografía nos invita, o nos provoca, a prolongar el tiempo de su propia narratividad, como sí ocurre, por supuesto, en el tiempo narrativo utilizado en el cine. En Extras se secuencia el tiempo a través de una cuadrícula que provoca la gesticulación fija (que no inamovible, valga la paradoja) de esos falsos actores que o bien nos miran (pero no a cámara), o bien rechazan la dialéctica que se establece con la mirada del espectador. Extras es un largo travelling, pero si bien, técnicamente, se sabe muy bien lo que es un travelling, el tema se complica mucho desde que Godard lo definió como una “cuestión moral”, sin dar mayores explicaciones, en su momento, sobre lo que en realidad quería decir al respecto. Probablemente el mejor desarrollo de esa enigmática afirmación corresponde al más inteligente crítico de cine que ha habido desde finales de los sesenta hasta su muerte, de sida, en 1994. Me estoy refiriendo, por supuesto, a Serge Daney. Al respecto, Daney, menos críptico que Godard, nos dice interrogando: “¿Qué otro sentido podría tener la frase de Godard sino es el de que no hay que ponerse nunca donde no se está, ni hablar en el lugar de los demás?”. El largo travelling llevado a cabo por Javier Ayarza en Extras invita a una consideración moral de la imagen en tanto que estructura que soporta el peso ideológico de lo Real. De ahí la cámara invisible (tan respetuosa con el paisaje humano, con el paisaje, tout court) que ha fijado (filmándolo) este generoso travelling dotado de una decencia estética admirable. En un momento como el actual donde los artistas, se podría decir, únicamente quieren filmar y rodar hay algo en Extras de sofisticada y perversa lección (que no venganza) con respecto a tan obsesiva fijación. Javier Ayarza nos demuestra que hay otras formas de filmar, otras maneras de hacer una “película de artista”. Basta el talento y poseer el don de la ebriedad, de la inteligencia, de la moral en la práctica artística. No es poco, lo reconocemos.
Howard Ursuliak: Javier Ayarza – Terra: La siesta del fauno
Prólogo
Hacer una foto… puede ser algo sencillo si se considera lo excesivamente determinadas que están las tecnologías de producción de imágenes y la sensación de facilidad con la que es posible situarse delante, o verse reflejado e introducido en el mundo como imagen construida. No obstante, es probable que en ningún otro momento de la lucha que los humanos han llevado a cabo para mostrar la realidad haya existido una tecnología tan disponible y a disposición de tantas personas. ¿Ofrecen además esa disponibilidad y ese uso libertad para elegir cómo se imagina uno su presencia en el mundo, un mundo que pueda sentirse todavía como algo sólido debajo de los pies?
Agarrar la cámara y mirar a través del objetivo se convierte en el acto singular de la mirada con la que puede crearse un mundo. Se trata de un acto fundacional, de revelación y de presencia ante el mundo –un devenir para el mundo– mientras el mundo encuentra, revela y te ofrece presencia. Sabido es que existe una acción ante esta presencia de la imagen, que tiene una capacidad de personificar; proporcionar un sentido del mundo o causar extrañeza e interrumpir, y como los «semejantes de los dioses», convertirse en naturaleza.
Así pues, otra cuestión, esta vez mas directa. ¿Por qué se molesta una persona en agarrar la cámara y mirar a través del objetivo? ¿Se trata una lucha de la imagen o para que la imagen tenga acceso al mundo, para estar presente junto con el mundo? Ciertamente, cada uno debe decidir si responder en relación con el hecho de plantearse la necesidad de hacerse la pregunta, prestarle atención y darle una nueva definición constituye un compromiso con la práctica. Desde mi punto de vista, estaría de acuerdo en que esto sería también un compromiso «con una ética de la mirada, con la manera en la que el ver y el mirar son moldeados por la formación personal … y no sólo por la cultura contemporánea». (1) Esta decisión de actuar, de extenderse hacia el exterior y a la vez ser llevado hacia el interior, puede permitir la posibilidad de una libertad. Se mira con el fin de ver, pero lo que se ve no está exclusivamente determinado por el hecho de mirar. Es una respuesta al mundo. Es recibir un requerimiento y recibirlo una y otra vez. ¿Es posible, entonces, que esta entidad en la que puede convertirse lo humano, deba ser ella misma –algo distinto– antes que conciencia humana?
Se plantean necesidades aquí, posiblemente las formas más profundas del deseo; la necesidad de saber y la necesidad de pertenecer (una necesidad de pertenecer al espacio), de tener memoria –recordar–, una necesidad de que exista una continuidad de experiencia. La decisión de actuar es una elección que se toma en función de las circunstancias particulares a las que una persona puede prestar y prestará atención al valorar el hecho de existir y que el hecho de esta existencia solamente se experimente en relación con los otros y con el mundo. La entidad no llega simplemente a su propio significado y desde luego no a su propia historia. Esta acción, no obstante, la sensación de este movimiento expandido y a la vez llevado hacia el interior es la formación de un tipo de valor. Debe moverse por el valor inherente de su acción, para seguidamente conocer su movimiento en el mundo, con el mundo y bajo la forma de lo social y lo histórico.
La imagen me afecta, y así afectado y atraído por ella y hacia su interior, me veo implicado, por no decir mezclado con ella. No existe imagen sin mi presencia añadida a su imagen, pero tampoco sin pasar a su interior, en la medida en que la miro, es decir, en la medida en que le muestro consideración, mantengo mi mirada por ella.
J. L. Nancy, The Image – the distinct, The Ground of the Image (La imagen: Lo distinto, el terreno de la imagen)
Visiones y localizaciones
Al establecer y enmarcar sus composiciones a través del objetivo, Javier Ayarza se apoya en una captura centralizada, frontal, que es una característica definitoria de muchos tipos de instrumentalidad. No obstante, en cada una de estas visiones, ha prestado atención y cuidado, como respuesta a lo que le ha llevado a mirar. Esta acción permite a la imagen aparecer en (esta) relación como una especie de espaciamiento, una localización, un acercamiento a lo local.
En cierto sentido, esto puede todavía entenderse como un aspecto óptico y geométrico de la relación indicial establecida entre la cámara y el campo de visión. Incluso aunque esta relación no ha sido nunca un hecho estable, es algo que se sigue presuponiendo en relación con diversos usos instrumentales diferentes... Por ejemplo, el realismo, como forma representacional, se apoya en esta relación para establecer una verosimilitud o una especie de principio de realidad incluso aunque la imagen pueda haber sido una construcción digital sin una verdadera relación indicial unificada, singular. Las tradiciones documentales han tenido que luchar también con la relación indicial desde el punto de vista del acto de presenciar algo y una supuesta neutralidad objetiva en la representación de la «verdad». A esto se añade también la cuestión política y ética de quién puede representar al «otro».
Con este planteamiento general, la práctica de Ayarza tiene afinidades con las prácticas documentales y numerosas prácticas del arte conceptual que han utilizado la fotografía para tratar de mostrar un registro objetivo que enmarque y ordene lo que aparece en el campo visual para establecer un sistema de conocimiento. Su método escogido, aun siendo una arqueología de lo «contemporáneo», pone a nuestra disposición algo más que una representación objetiva de «lo cotidiano». Mediante un proceso de estudiada acumulación, cada una de las imágenes entra en una relación de archivo con el cuerpo de imágenes para revelar las particularidades de una forma de vida social.
Desde mi punto de vista, este archivo está vivo y Ayarza presta atención a la vida de los objetos y lugares en los que las actividades concretas de una vida social local y rural han dejado su rastro sobre el territorio. Es un territorio que también ha modelado directamente la propia experiencia de Ayarza y ha determinado su conciencia política. En cierto sentido, quizá se ve obligado a encontrar, en este rastro del presente, una presencia que le incluye en el interior de este archivo. Sin duda se trata de una tarea difícil que ha de obligarle a cuestionar la posibilidad de una objetividad imparcial para presentar la realidad de estas imágenes.
Hay en sus composiciones, no obstante, pistas que revelan el espacio pictórico que se desea organizar mediante el acto de mirar en relación con lo que se ve y no simplemente con lo que podría considerarse objetivamente presente en este campo de visión. En siete de las ocho imágenes individuales presentadas en la exposición hay un objeto central (o disposición de objetos) que ocupa el primer plano. Es patente que existe una ligera asimetría y tensión entre la presencia de los objetos que aparecen como elementos visuales de la composición y el hecho de exponerlos dentro del marco que resuena a través del espacio pictórico hasta la cámara y hasta la posición física de Ayarza detrás del objetivo.
Esto es especialmente evidente en las tres imágenes presentadas en formato vertical. En primer lugar, esta verticalidad es un desafío a la norma de la presentación de paisajes que hace reposar su horizonte visual sobre el eje horizontal del marco de la imagen. En este sistema, el eje horizontal del plano del suelo es atravesado por el eje vertical de los elementos figurativos que ocupan el plano del suelo en la composición. Esta relación figura/suelo, que es una condición básica del espacio pictórico, tiene entonces una relación isomorfa con el cuerpo del espectador sobre el suelo real delante de la imagen. Permítaseme sugerir que aquí el eje horizontal ha sido reducido para adaptarse a la postura erguida de la figura dentro del encuadre de la composición vertical. El hecho es que el encuadre vertical ha sido establecido por el cuerpo que ve y no por el horizonte visto.
Un contraste interesante a este respecto nos lo ofrece una de las imágenes horizontales que presenta una especie de estudiada abstracción formal. Hay un fuerte eje vertical central que divide en dos partes esta imagen de un edificio agrícola de ladrillo y una terraza de cemento con mesa y bancos. La sensación de una distribución clásica del espacio y de los materiales es patente incluso en el estilo y en el diseño de esos objetos. Esta imagen ofrece poco además del hecho de haber sido vista. La composición aquí no localiza un punto de vista personificado. Creo, no obstante, que presenta lo que generalmente se muestra desde la posición objetiva de un sujeto universal. Hay algo inquietante e irónico en la manera en la que este espacio doméstico se ofrece a la vista, algo que desde mi perspectiva norteamericana posiblemente confunde la relación entre espacio público y privado. Esto podría apuntar al hecho de que local lleva consigo su propia organización perceptiva particular, que no puede explicarse fácilmente desde una perspectiva global. Tal vez Ayarza, no obstante, esté señalando aquí una anomalía en su investigación que en términos comparativos presenta esta diferencia tan sólo para añadir definición al sujeto al que presta su atención.
Más en general, Ayarza ha efectuado una especie de meticulosa negociación entre lo que se ofrece a la vista y cómo mostrarlo con una mínima economía de medios visuales. La mesa de merendero con un seto y una alambrada de tela metálica al fondo, escaleras de cemento en un solar utilizado como aparcamiento temporal que conducen a unos urinarios públicos, un vallado que se extiende a lo largo de las escaleras de piedra y tierra para proporcionar un acceso más fácil a las personas que suben y bajan la ladera de la colina, todo ello pone de manifiesto cómo el paisaje rural ha sido moldeado a lo largo del tiempo por las particularidades de su uso por una comunidad local.
El archivo se compone de una serie de tipologías que siguen la pista de un cuerpo vivido de memoria social. Aunque ninguna de las imágenes de Ayarza incluye representaciones de personas, el espacio pictórico está cargado de vestigios particulares de las transiciones que se han producido en la ocupación y uso de la tierra y la naturaleza. Es la condición de uso, así como el momento en que esa ocupación tuvo lugar en relación con el presente de la fotografía, lo que aporta definición a cada tipología. Algunos de estos escenarios son formas contemporáneas y presentes de vida social que siguen existiendo. Otros han sido abandonados y han caído en desuso o han sido transformados por otras relaciones sociales para convertirse en nuevas configuraciones de uso. El pasado, no obstante, nunca está demasiado lejos, y la presencia del paso del tiempo en estos vestigios tiene el aspecto de un recuerdo familiar, vivido, en relación con el presente.
Lo que estas tipologías tienen en común es la sensación genérica de un cuerpo social imaginario. Estas imágenes presentan «visiones» y «localizaciones» en las que es posible sentir una relación de proximidad ante la presencia de tales rastros. Esto apunta al hecho de que «prestar atención» abarca la fisiología del cuerpo en su integridad; su actitud postural, su comportamiento y la imagen percibida del cuerpo en relación con el horizonte como extensión del plano del suelo mostrado dentro del marco pictórico en relación con la posición del cuerpo que también incluye y anticipa el cuerpo del espectador ante la imagen. «La forma imaginaria que nuestro cuerpo tiene es por tanto interdependiente de las formas imaginarias de nuestra propia personificación… Nuestras maneras corporales de implicarnos con nuestro mundo captan la forma imaginaria que dichos mundos tienen para nosotros». (2) Verse obligado a mirar es una respuesta al mundo, una respuesta al sentido del mundo. Es también percibir cómo la naturaleza ha sido elaborada por lo humano, allí donde la entidad ha tomado la decisión de actuar en la creación de los espacios y formas de cultura.
Yo diría que en esta relación de proximidad, en la frontera donde se fusiona lo íntimo con lo ajeno, lo familiar con lo extraño, donde una sensación indeterminada (lo similar/una semejanza) aparece como imagen (dentro del/del) espacio pictórico. La cualidad de este espaciamiento, la distancia sentida en la relación entre cada cuerpo vivo específico y la configuración del campo visual, es lo que posibilita una experiencia singular de la imagen.
El hombre comenzó con la extrañeza de su propia humanidad. O con la humanidad de su propia extrañeza. A través de esta extrañeza se presentó a sí mismo: se la presentó o se la imaginó para sí mismo. Fue tal el autoconocimiento del hombre, que su presencia era la de un extraño, monstruosamente similar [semejante]. Lo similar se produjo antes que el propio ser, y esto es lo que ello, el propio ser, era.
... Reconozco ahí que soy irreconocible para mí mismo, y sin eso no habría reconocimiento. Reconozco que esto sirve para un ser tanto como para un no ser, y que yo soy uno en el otro. Soy el ser-uno-en-el-otro. Lo mismo es lo mismo sin volver nunca a sí mismo, y así es como se identifica consigo mismo.
... Es el rastro de la extrañeza lo que aparece como una intimidad abierta, una experiencia más interna que cualquier intimidad, escenario profundo como la gruta, abierto como la apertura y la apariencia de su pared. La figura encontrada es esta misma apertura, el espaciamiento mediante el cual el hombre es llevado al mundo, y mediante el cual el propio mundo es mundo: el acontecimiento de toda presencia en su absoluta extrañeza.
J. L. Nancy, Painting in the Grotto, The Muses (Pintura en la gruta, las musas)
Colecciones y colectivos
En relación con este proceso ininterrumpido de acumulación, Ayarza ha comenzado a juntar las imágenes individuales de sus estudios tipológicos para su presentación en forma de tríptico y agrupamientos organizados dentro de la estructura de una cuadrícula. El efecto de estos modos de presentación es una especie de amplificación de las diferencias y similitudes dentro de cada imagen. La relación singular de proximidad y espaciamiento en cada imagen se multiplica ahora, de manera que la relación entre intimidad y alienación no sólo se vuelve más visible, sino que constituye una especie de eco colectivo a través del agrupamiento.
Al prestar atención al mundo como respuesta, recibe un requerimiento y lo recibe una y otra vez desde el pasado por una presencia que no renunciará a su influencia sobre el presente. La estructura de la cuadrícula permite la repetición y lo múltiple que prepara el camino a una especie de compulsivo poseer o verse poseído de nuevo por el sentimiento de proximidad. Tal vez se trate de un deseo o una demanda de continuidad de la experiencia en el tiempo, del mismo modo que es una tentación del espacio. ¿Se plantea entonces una necesidad de retorno que forma parte de esa posesión pero sin la satisfacción de haber llegado a un origen?
Ayarza ha realizado estas fotos a lo largo del año en las condiciones variables de la luz solar estacional. Cada agrupamiento presenta una tipología específica que da continuidad a su investigación sobre cómo el paisaje rural es moldeado por el uso humano a lo largo del tiempo. Lo que resulta más patente, no obstante, es la relación especular que se establece en el acto de mirar en relación con lo que es visto. El sujeto de cada tipología incluye ahora también la manera como estos objetos se ofrecen para asumir una apariencia y ser vistos en el contexto de una forma rural de vida social. Es como si Ayarza presentara una estrategia para moverse desde la distancia hasta una posición de aproximación al sujeto a medida que cada uno de los agrupamientos aumenta en el número de vistas que incluye. Al aproximarse, creo que pone a prueba el terreno relacional entro lo íntimo y lo ajeno y cómo la tierra puede ser imaginada a través de las categorías de lo público y lo privado. ¿Habría aquí un sentido de intrusión? ¿Se está convirtiendo Ayarza en un mirón que examina las vidas privadas de otros?
No creo que le sea posible mantenerse al margen de esta relación en la posición de un sujeto neutral, universal, como idealizado en un punto de vista objetivo. Al explicar el sentimiento relacional de proximidad y espaciamiento, ¿cómo puede uno en ningún caso mantenerse al margen de la observación del mundo? Incluso las formas más extremas de alienación se experimentarían en relación con la ausencia sentida de lo íntimo. Pero ¿no es de esto de lo que se trata? ¿No es esto lo que Ayarza más desea sentir?
El vestigio: lo que queda, lo que ha quedado del pasado en el presente, un presente suspendido. Éste ha sido el edificio histórico de la fotografía. El rastro (una huella) –lo que permanece pero sigue desapareciendo, ausentándose hacia su pasado. Llevar los sentidos propios a aquello que se muestra en la imagen implicaría el esfuerzo de la memoria. Equivaldría a anticipar la manera en la que algo se ha convertido en pasado y ha perdurado. Que una fotografía pueda avivar los sentidos se debe a que el espacio pictórico se compone de algo más que lo que se ve. Puede ofrecer tacto y lo que no es visible puede sentirse. Asimismo, no podemos ver el tiempo, pero podemos sentir su paso. Recordar es anticipar el tacto de lo que sigue desapareciendo.
La distancia sentida que está «allí» y «entonces» se vuelve tan cercana como para rozarnos al pasar a nuestro lado, de la misma manera que el «aquí» y el «ahora» se extiende para habitar las formas de un imaginario social. (Lo que permanece, lo que perdura es un vestigio, el sentido ofrecido en la semejanza).
Esto tiene que ver tanto con la añoranza como con la pérdida. Lo importante sería no confundir esto con una relación nostálgica, como en una añoranza por un tiempo mejor, un tiempo de plenitud o la estabilidad de la significación en relación con la presencia del pasado. Pues esta nueva posesión de la proximidad y su crecimiento dentro de la cuadrícula ofrece también la posibilidad de una experiencia de la continuidad del ser en una relación temporal con el futuro. Permite la posibilidad de sentir y responder a las formas sociales del pasado y actuar de otras maneras en relación con la asunción de la entidad de decisión, de cómo estar presente con la tierra. El «yo» que mira a través del objetivo debe perderse ante el mundo para revelar la cuestión de por qué se molesta uno en tomar la imagen. Es un movimiento hacia el valor de la existencia.
El sentido de nuestra afirmación no es, por tanto, un sentido interpretable... El sentido aquí es la propia afirmación, como una afirmación que valora por sí misma, como poder para afirmar... Este sentido no se valora en cuanto precio o significación... Tiene valor, por el contrario, exclusivamente como origen del sentido y el deseo.
J. L. Nancy, The Insufficiency of ‘Values’ and the Necessity of ‘Sense’ (La insuficiencia de los ‘valores’ y la necesidad del ‘sentido’, Cultural Values, Vol 1, número 1, 1997
Howard Ursuliak
Mayo de 2008
(Traducción: Antonio Fernández Lera)
Notas a pie de página
1. Ivan Illich, “Guarding the Eye in the Age of Show”, RES–Journal of Anthropology and Aesthetics. Volumen 28, otoño de 1995, p. 48.
2. Paul Gilbert y Kathleen Lennon, «Imagination and the Imaginary», The World, the Flesh, and the Subject: continental themes in the philosophy of mind and body, Edinburgh University Press. 2005, p. 55.
Howard Ursuliak: Javier Ayarza – Terra: La Siesta del Fauno.
Prologue
To make a picture … can this be a simple thing when one considers how over determined the technologies of image production are and the sense of ease with which it is possible to stand in front of, to be reflected, and taken within the world as a constructed picture. Yet, it is likely that at no other time in the struggle that humans have moved through to depict reality has there been a technology so available and available to so many people. Would this availability and use also offer over a freedom, a freedom to choose how one imagines oneself to be in the world, a world which one could still sense as solid beneath their feet?
To pick up the camera and look through the lens becomes the singular act of looking with which a world can be brought into being. This is an act of founding, of revealing and of being present to the world – a becoming for the world - as the world finds, reveals and gives presence to you. It is known that there is an action to this presence of the image, that it has an ability to embody; to provide a sense of the world or to make strange and interrupt, and as the ‘god like’, to become nature.
So, another question, this one straight to the point. Why does a person bother to pick up the camera and look through the lens? Would this be a struggle of/for the image to gain access to the world – to be present with the world? Certainly, each one must choose to answer in relation to fact that they would find a need to ask the question. Asking the question, investing in and giving further definition to it is an engagement in practice. From my way of thinking I would agree that this would also be an engagement “with an ethics of the gaze, with the way seeing and looking is shaped by personal training … and not just contemporary culture”. (1) This decision to act, to extend out while being brought within, can allow for the possibility of a freedom. One looks in order to see, but what one sees is not solely determined by the fact that they look. It is a response to the world. It is to be called upon and to be called upon each time. Is it possible then, that this agency, that agency which can become the human, must be itself - something other - before human consciousness?
There are needs here, possibly the most profound forms of desire; the need to know and the need to belong (a need to belong to space), to have memory – to remember - a need for there to be a continuity of experience. The decision to act is a choice weighed only against the particular circumstances that an individual can or will attend to in giving value to the fact that they exist and that the fact of this existence is only experienced in relation to others and the world. Agency does not simply arrive at its own meaning and certainly not at its own history. This action though, the sense of this extended movement out while simultaneously being brought within is the formation of a kind of value. It must move for the inherent value of its action to then know its movement in the world, with the world and as the social and historical.
The image touches me, and thus touched and drawn by it and into it, I get involved, not to say mixed up in it. There is no image without my too being in its image, but also without passing into it, as long as I look at it, that is, as long as I show it consideration, maintain my regard for it.
J.L. Nancy
The Image – the distinct, The Ground of the Image
Sightings and Localizations
In establishing and framing his compositions through the lens, Javier Ayarza relies on a centralized, frontal capture which is a defining characteristic of many types of instrumentality. However, in each of these sightings, he has attended to, and taken care of, as a response to what has compelled him to look. This action allows the image to appear in (this) relation as a kind of spacing, a localization - of bringing to the local.
In a sense this can still be understood as an optical and geometric aspect of the indexical relation established between the camera and the field of view. Even though this relation has never been a stable fact, it continues to be assumed in relation to a variety of different instrumental uses. …. For instance, realism, as a representational form, relies on this relation to establish a verisimilitude or a kind of reality principle even though the image may have been a digital construction without an actual unified, singular indexical relation. Documentary traditions have also had to struggle with the indexical relation in terms of the act of witnessing and an assumed objective neutrality in the representation of ‘truth’. To add to this there is also the political and ethical question of who can represent the ‘other’.
With this general approach, Ayarza’s practice has affinities with documentary practices and many conceptual art practices that have used photography to attempt to deliver an objective record that frames and orders what appears in the visual field to establish a system of knowledge. His chosen method, while being an archeology of the ‘contemporary’, makes available more than an objective representation of ‘the everyday’. Through a process of studied accumulation, each of the images enters into an archival relation with the body of images to reveal the particularities of a form of social life.
I would make the claim that this archive is living and that Ayarza is attending to the life of things and places where the particular activities of a local and rural social life have left its trace upon the land. This is a land that has also directly shaped his own experience and informed his political consciousness. In a sense, perhaps he is compelled to find in this trace of the present, a presence that includes him within this archive. This surely would be a difficult task that must force him to question the possibility of a detached objectivity to present the reality of these depictions.
There are clues in his compositions however, that reveal the pictorial space to be organized by the act of looking in relation to what is seen and not simply what could be considered to be objectively present in the field of view. In 7 of the 8 single pictures presented in the exhibition there is a central object or arrangement of objects that holds the foreground plane. It is apparent that there is a slight asymmetry and tension between how things are present to appear as visual elements of the composition and a bringing them into view within the frame that echoes back through the pictorial space to the camera and Ayarza’s embodied position behind the lens.
This is particularly evident in the 3 pictures presented in a vertical format. First of all, this verticality is a challenge to the norm of landscape depiction that rests its visual horizon along the horizontal axis of the picture frame. In this system, the horizontal axis of the ground plane is intersected by the vertical axis of the figurative elements that occupy the ground plane within the composition. This figure/ground relationship, which is a basic condition of pictorial space, then has an isomorphic relation to the viewer’s body on the actual ground in front of the picture. I would suggest that here, the horizontal axis has been diminished to accommodate the upright posture of the figure within the framing of the vertical composition. The point being, is that the vertical frame has been established by the viewing body and not the seen horizon.
An interesting contrast to this is one of the horizontal pictures that presents a kind of studied, formal abstraction. There is a strong central vertical axis that bisects this picture of a brick farm building and cement terrace with accompanying table and benches. The sense of a classical distribution of space and materials is apparent even in the style and design of these things. This picture offers little in relation to the fact that it has been seen. The composition here does not locate an embodied point of view. I think it does however present what would typically appear from the objective position of a universal subject. There is something unsettling and ironic in the way this domestic space is available to be seen that from my North American perspective possibly confuses the relation between public and private space. This might point to a problem in that the local carries with it its own particular perceptual organization that cannot easily be accounted for in a global perspective. Perhaps Ayarza is playing here though, pointing to an anomaly within his investigation that in comparison presents this difference only to add further definition to the subject he is pursuing.
More generally, Ayarza has proceeded with a kind of careful negotiation between what is available to be seen and how to depict it with a minimal economy of visual means. The picnic table backed by a hedge and chain link fence, cement stairs in a field used as a temporary parking lot leading to public washrooms, fencing that runs alongside stone and earth stairs to provide easier access for people walking up and down the hillside, all reveal how the rural landscape has been shaped overtime by the particularities of use by a local community.
The archive consists of a series of typologies that trace a lived body of social memory. Though none of Ayarza’s pictures include depictions of people, the pictorial space is laden with particular traces of the transitions that have taken place in the occupation and use of the land and nature. It is the condition of use and when that occupation took place in relation to the present of the photograph that brings definition to each typology. Some of these locales are contemporary and present forms of social life that continue to exist. Others have been abandoned and fallen into disuse or have been transformed by other social relations into new configurations of use. The past is never too far away though, and the presence of the passage of time in these traces has an aspect of being a familiar, lived memory in relation to the present.
What these typologies have in common is the generic sense of an imaginary social body. These images present ‘sightings’ and ‘localizations’ where it is possible to feel a relation of proximity to the presence of these traces. This points to the fact that ‘paying attention’ involves the physiology of the entire body; its postural attitude, behavior and perceived body image in relation to the horizon as an extension of the ground plane depicted within the pictorial frame to the position of the body which also includes and anticipates the viewer’s body in front of the picture. “The imaginary form which our world has is therefore interdependent with the imaginary forms of our own embodiment. …Our bodily modes of engaging with our world capture the imaginary form which those worlds have for us.” (2) Being compelled to look is a response to the world, a response to the sense of the world. It is also to perceive how nature has been worked by the human, where agency has taken on the decision to act in creating the spaces and forms of culture.
I would say that it is in this relation of proximity, at the boundary where the intimate with the alien, the familiar with the strange coalesce that an undetermined sense (the similar/ a resemblance) is available as an image (within/of) pictorial space. It is the quality of this spacing; the felt distance in the relation between each specific living body and the configuration of the visual field that allows for a singular experience of the image.
Man began with the strangeness of his own humanity. Or with the humanity of his own strangeness. Through this strangeness he presented himself: he presented it, or figured it to himself. Such was the self-knowledge of man, that his presence was that of a stranger, monstrously similar [semblable]. The similar came before the self, and this is what it, the self, was.
… I recognize there that I am unrecognizable to myself, and without that there would be no recognition. I recognize that this makes for a being as well as a non-being, and that I am one in the other. I am the being-one-in-the-other. The same is the same without ever returning to itself, and this is how it identifies with itself.
… It is the trace of the strangeness that comes like an open intimacy, an experience more internal than any intimacy, deep set like the grotto, open like the aperity and the appearance of its wall. The traced figure is this very opening, the spacing by which man is brought into the world, and by which the world itself is a world: the event of all presence in its absolute strangeness.
J.L. Nancy, Painting in the Grotto, The Muses
Collecting and Collectives
In relation to this ongoing process of accumulation, Ayarza has started to place the single images of his typological studies together for presentation in the form of the triptych and groupings organized within the structure of a grid. The effect of these modes of presentation is a kind of amplification of the differences and similarities within each image. The singular relation of proximity and spacing in each image is now multiplied causing the relation between intimacy and alienation to not only become more apparent but to form a kind of collective echo throughout the grouping.
In attending to the world as a response, he is being called upon, and he is being called upon each time from the past by a presence that will not relinquish its hold on the present. The structure of the grid allows for repetition and the multiple which prepares the way for a kind of compulsive taking again or of being taken again by the feeling of proximity. Perhaps this is a desire or demand for a continuity of experience in time as much as it is a temptation of space. Would there be a need to return that is part of this taking, but without the satisfaction of having arrived at an origin?
Ayarza has taken these pictures through out the year under the variable conditions of seasonal sunlight. Each grouping presents a specific typology that continues his investigation of how the rural landscape is shaped by human use over time. What becomes more apparent though, is the specular relation that is established in the act of looking in relation to what is seen. The subject of each typology now also includes how these things are available to take on an appearance and be seen in the context of a rural form of social life. It is as if he presents a strategy of moving from across the distance to a position of getting close up to the subject as each of the groupings increases in the number of views it includes. In getting closer, I think he is testing the relational ground between the intimate and the alien and how the land can be imagined through the categories of public and private. Would there be a sense of intrusion here? Is Ayarza becoming a voyeur in scoping out the private lives of others?
I don’t think it is possible for him to stand outside of this relation in the place of some neutral, universal subject as idealized in an objective point of view. In accounting for the relational feeling of proximity and spacing how can one ever be outside in observing the world? Even the most extreme forms of alienation would be experienced in relation to the sensed absence of the intimate. But isn’t this the point, isn’t this what Ayarza most wants to feel?
The vestige: what is left, what has been left of the past in the present – a suspended present. This has been photography’s historical edifice. The trace (a trail) – what remains but continues to leave, to absent itself towards its past. To bring one’s senses to what is depicted in the image would involve the work of memory. This would be to anticipate the way that something has become past and has lingered on. That a photograph can pose for the senses is because pictorial space is composed of more than just what is seen. It can offer touch and what is not visible can be felt. Likewise, we cannot see time, but we feel its passage. To remember is to anticipate the touch of what continues to leave.
The felt distance that is ‘there’ and ‘then’ becomes so close as to brush up along side, as the ‘here’ and ‘now’ is extended to inhabit the forms of a social imaginary. (What remains, what lingers is a vestige - the sense offered in resemblance.)
This is as much about longing as it is about loss. The point would be not to confuse this as a nostalgic relation, as in a longing for a better time, a time of wholeness or the stability of signification in relation to the presence of the past. For this taking again of proximity and its accresence within the grid also has a potential for an experience of the continuity of being in a temporal relation to the future. It allows for the possibility of feeling and responding to the social forms of the past and acting in other ways in relation to taking on the agency of decision - of how to be present with the land. The “I” that looks through the lens must lose itself in the face of the world in order to reveal the question of why one bothers to take the picture. It is a movement towards the value of existence.
The sense of our affirmation is not, then, an interpretable sense. … Sense here is affirmation itself, as an affirmation which values by itself, as a power to affirm. … This sense is not valued in terms of price or signification. … It is, on the contrary, only of value as the origin of sense and desire.
J.L. Nancy, The Insufficiency of ‘Values’ and the Necessity of ‘Sense’,
Cultural Values, Vol 1, #1, 1997
Howard Ursuliak
May 2008
Footnotes
1. Ivan Illich, “Guarding the Eye in the Age of Show”, RES –
Journal of Anthropology and Aesthetics. Volume 28, Autumn 1995, pg. 48
2. Paul Gilbert and Kathleen Lennon, “Imagination and the Imaginary”, The World, the Flesh, and the Subject: continental themes in the philosophy of mind and body, Edinburgh University Press. 2005, pg. 55
Fernando Castro: “Final de partida. El abismo de la obscenidad.”
La fotografía adquiere, en la consideración histórica del arte y también en las transformaciones epistemológicas, el estatuto de un acontecimiento que establece el final de una época de la consonancia, arruina la mimesis que había sido la categoría estética mas importante para el pensamiento occidental. Existe una narración tópica de la fractura que se esgrime como si de un exorcismo se tratara: la fotografía es el límite acabado de la representación, el lenguaje lógicamente perfecto;. la mathesis universalis leibniziana se concreta en la "mirada neutra" de la cámara. Y, sin embargo, la fotografía trabaja, casi desde su fundación, para desligarse de esa reproducción que presuntamente arruinaría el aura.(1)
En, un lúcido texto, casi programático, señala Javier Ayarza la aporeticidad de una suerte de consenso según el cual se pretende que la fotografía rinda cuenta absoluta y fiel de lo real: "Este parecer descansa en la consideración en que se tiene el proceso, supuestamente mecánico, de producción de estas imágenes, de su modo específico de constitución y existencia, lo que se ha venido llamando "automatismo de la génesis técnica" (2).
En cierta medida esa tesis de la mecanización de la mira es solidaria con una reflexión que cartografía el espacio opuesto: planteada por Benjamin en su “Pequeña historia de la fotografía”. Según Benjamin, en la fotografía se encuentra el resto de una experiencia que, rodeada de silencio, reclama un timbre. Las imágenes buscan, incansablemente, un imposible, la vida del que estuvo aquí y solo puede recobrarse si se asume que su lugar es este.
La técnica no conduce únicamente, en una perspectiva lineal, hacia un dominio de absoluta racionalización sino que parece rodear a algunos de sus productos de un valor mágico: surgen minúsculas chispitas de azar, una especie de aura que se atrinchera, tal y como afirma Benjamin, en el rostro (3). Ayarza desmonta esa supuesta reauratización de las imágenes, muestra la ideología de la nostalgia que se esconde en la obstinación del referente de la que hablara Susan Sontag (4).
"La fotografía contemporánea -escribe Ayarza- debe transcender su referente y en la medida de lo posible subvertirlo, tanto en el estatuto tecnológico como en el ontológico" (5). El discurso plástico de este fotógrafo enlaza con planteamientos como los de Barbara Kruger oJenny Holder, radicalizadoras de esa dialéctica que Craig Owens denominó la fotografía en “abyme” (6) o con las teorías de Jean Baudrillard sobre el final del intercambio simbólico y el despliegue imparable de Ia cultura de la simulación (7).
En sus primeras fotografías de la serie “Locus-bosque sagrado, Ayarza, fragmentaba su mirada dirigida a la naturaleza, creaba representaciones totémicas en las que comenzaba a acentuarse la estética del artificio. Las cajas luminosas de la magnifica serie “De la seducción” suponen el acceso a unas imágenes definidas en su recontextualización; Ayarza subvierte, en una dirección frecuentada en la contemporaneidad, lo fotográfico hacia un terreno de imágenes hibridas: fotografías tomadas de la televisión, procesadas, dispuestas en un, montaje escultórico en el que interaccionan objetos banales y textos con una retórica publicitaria o del tipo de consignas políticas (8).
Es indudable que los trabajos de Ayarza tienen un claro componente político; si consideramos una obra como “We only wish your peace” podemos apreciar la radicalidad de un mensaje de un cinismo descarnado, corrosivo en su dialéctica de la siniestra imagen del rostro descompuesto. Pero también es significativa la reflexión que se desencadena en el debate de los miembros de A UA CRAG sobre esta pieza admitida por el director de un banco para ser emplazada en su escaparate: "La intención que tengo -dice Ayarza- en principio es meter el dedo en el ojo de la gente", pero hay cierto desconcierto cuando eso es aceptado sin preocupación (9), integrado como algo que no despierta aparentemente ningún rechazo.
No es fácil dirimir la cuestión de la incidencia de un arte que denuncia y es capaz de escapar de una recepción estatizada que acaba entendiendo lo más crítico, en el fondo, con un guiño de complicidad. Distintas exposiciones de arte político han venido planteando la urgencia de unas nuevas posiciones críticas que den voz a lo marginado: la diferencia, el sexo, la violencia, el multiculturalismo, etc.
Considero que las obras más intensas de Javier Ayarza son las que pueden situarse en el contexto porno-terror desplazándolo de su lugar hasta convertirlo en desencadenante de reflexiones que no tienen su desencadenante placentero o catártico. Baudrillard señaló que el trompe – l’oeil sustrae una dimensión al espacio real y eso es lo que provoca su seducción, “al contrario, el porno añade una dimensión al espacio del sexo, -lo hace más real que lo real -lo que provoca la ausencia de seducción" (10).
Ayarza ha conseguido un discurso pornográfico en el que realiza esa trampa visual: reduce el goce a su éxtasis mediático, busca los accedentes a la imagen paradójica, por emplear la expresión de Virilio y la ralentiza hasta petrificarla. Como en las madonnas en éxtasis de Dokoupil, los rostros en el orgasmo, que este fotógrafo convierte en una parte de una máquina de video-juegos, participan de una nueva narración en la cual la "pequeña muerte" es ya un crimen obsceno.
No se trata tanto de administrar el miedo cuanto de desnudar la obscenidad icónica de nuestra cultura: esta es la auténtica estrategia fatal. En ningún sentido se produce camuflaje en estas obras, al contrario, hay una impunidad, una participación en la lógica de la luz que es la que precisamente las hace siniestras (12).
Es interesante constatar como las imágenes de Javier Ayarza participan de gran parte de las polaridades que Omar Calabrese estableció como significativas en la era neobarroca: ritmo y repetición, limite y exceso, detalle y fragmento, distorsión y perversión. La etimología del detalle, la ralentización, producen un efecto porno (13), mientras la estética del fragmento genera, por la incertidumbre, la cultura del zapping (14).
Las instalaciones de Ayarza podrían interpretarse como poéticas de la pausa que repentinamente no ofrece ya más continuidad: las formal desproporcionadas de una boca o el corte de una media son definitivas. Se está escribiendo la retórica del cuerpo, su violencia sin erotismo, desde la mutilación, la rígida interrupción del movimiento de las ingieres.
La única mirada que cabe para el espectador es la que tienen las mujeres en los espectáculos de striptease: una fijeza que es la neutralidad del autoerotismo, "es el colmo de la perfección y la perversión" (15). El juego de la simulación ofrece aquello que pretendía segregar: la descomposición de lo real, su doble indeseado.
Las dos piezas de neón que ha realizado Ayarza revelan algo más que verdades místicas (16): “Game over” y “Tus escrúpulos apestan”. Puede que esté intentando despertar a los espectadores del hechizo estético, conseguir que su mirada obscena sienta repugnancia de si misma. La tosquedad de estas imágenes recuerda el mensaje de una reducción como destino: "El mundo está desnudo, el rey está desnudo, las cocas son claras. Toda la producción, y hasta la verdad, apuntan a esta indigencia, y también de ahí procede muy recientemente la "verdadera insostenibilidad del sexo". (17) El final de la partida no es una tragedia apocalíptica, sino la cotidiana escena de banalización de las emociones, dolor o placer, la búsqueda cínica de un espectáculo de to real.
(1) Walter Benjamin: "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica" en Discursos interrumpidos 1, Ed.Taurus, Madrid, 1973, pags. 20-21.
(2) Javier Ayarza en A MI-CHEMIN Abbaye d' Arthous, 1991, prig. 4
(3) Walter Benjamin: "Pequeña historia de la fotografía" , Discursosinterrumpidos I, pag 67.
(4) Susan Sontag: Sobre la fotografía, Ed. Edhasa, Barcelona, 1981, pag. 90.
(5) Javier Ayarza en A MI-CHEMIN, 1991 pag. 4.
(6) Craig Owens: "Photography en abyme" en Beyond recognition. Representation, power, and culture,University of California Press, Berkeley, 1992, pags. 27-28.
(7) Jean Baudrillard: "La precesión de los simulacros" en Cultura y simulacro, Ed. Kairds, Barcelona, 1984, pags. 17-18.
(8) Cfr. Marfa Teresa Alario en el catálogo Carta Blanca, Diputación Provincial de Palencia, 1992, pag. 9.
(9) "Me mosqueó que el director del banco no se mosqueara" (Javier Ayarza en el catálogo A UA CRAG en Assenede, Madrid, 1993, pag. 17).
(10) Jean Baudrillard: De la seducción, Ed. Catedra, Madrid, 1987, pag. 33.
(11) Sobre la lógica paradójica, cfr. Paul Virilio: La máquina de la visión, Ed. Catedra, Madrid, 1989, pag.82.
(12) Sobre la categoría de lo siniestro cfr. Sigmund Freud: "Lo siniestro", precede al relato de E.T. Hoffmann: El hombre de arena, Ed. J. Olaiieta, Madrid, 1991, pag. 28. Jesús González Requena ha aportado una lúcida reflexión sobre lo siniestro en la fotografía y el cine, cfr Jesús González Requena: "La fotógrafa, el cine, lo siniestro" en revista Archivos de la Filmoteca, Filmoteca de la Generalitat Valenciana, n° 8, 1990-1991, pags. 6-13.
(13) Omar Calabrese: La era neobarroca, Ed. Catedra, Madrid, 1989, pag. 99.
(14) Omar Calabrese: op. cit., 1)4.104.
(15) Jean Bauchillard: El intercambio simbólico y in muerte, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1980, pag. 128.
(16) Me refiero a un neón en espiral de Bruce Nauman.
(17) Jean Baudrillard: De la seducción, pag. 170.
(Fernando Castro: “Javier Ayarza. Final de partida. El abismo de la obscenidad”. Publicado en A UA CRAG. Geografía-Métodos; Junta de Castilla y León, Valladolid, 1994, pags: 36-41.)