Fotografías (1999-2002)
Ramón Esparza: “Javier Ayarza; Final de trayecto”.
A mediados del siglo XVII, un tal Claude Gellée, procedente de la región francesa de Lorena, se instaló en Roma. Su estilo, ensalzaba un pasado mítico, un primitivismo atemporal en el que pastores y cazadores vivían en orden armónico con la Naturaleza.
Claude era un gran amante del aire libre y muy a menudo, dejaba la ciudad papal para salir a los alrededores, contemplar el país y realizar bocetos, tomados del natural que luego combinaba en la ejecución de sus pinturas.
Claude Lorrain dejó dos legados: sus pinturas y una especie de espejo, cuyo cristal estaba coloreado en un tono amarillento. El espejo de Claude, nombre con el que fue conocido semejante artilugio, era, un siglo más tarde, el equipo habitual en las excursiones campestres de aquellos nobles que deseaban ser instruidos en el gusto por la Naturaleza.
Pero lo que aprendían a apreciar aquellos nobles ilustrados (o con aspiraciones a parecerlo) no era la Naturaleza, sino una naturaleza pintada, organizada según el gusto academicista, que prescribía, normalmente, la presencia de personajes en primer plano y una ordenación de los diferentes planos del paisaje, contraponiendo lo narrativo a lo descriptivo y lo temporal a lo espacial. La función del espejo era producir esa transformación sobre el terreno: al contemplar la vista a través del espejo, el territorio se convierte en paisaje y la realidad se traduce en imagen.
Y es que la idea de paisaje en Claude es, todavía, una prolongación del “hortus conclusus” latino, de ese espacio seguro, delimitado, y propicio al 3esparcimiento y la contemplación. Sus cuadros están organizados a la manera de las cajas espaciales de la pintura flamenca del siglo XIV, con elementos (un árbol, la ladera de una colina) que van dirigiendo la vista hacia el punto de fuga y acotando, a la vez, el terreno. De este modo, el espacio figurado que el espectador tiene ante sí es, siempre, un espacio limitado y delimitado: un escenario. Limitado porque no reproduce la sensación de poder ir más allá. Delimitado porque la construcción de la imagen separa claramente los diferentes planos: el narrativo, el intermedio (que da la sensación de profundidad) y el de fondo.
Podría establecer una contraposición simétrica, pero no sé si hablar de Claude, el de Lorena, y Javier, el de Palencia, resulta muy equilibrado; probablemente porque la Lorena nos suena a región lejana (con lo que conlleva de exótico) y Palencia a rincón próximo, aunque injustamente olvidado. Pero si convoco la memoria del primero es, precisamente, para poder definir mejor, por contraposición, la obra del segundo. Desde luego, en Ayarza, lo narrativo desaparece por completo en beneficio de lo descriptivo, pero ese es un giro que el género del paisaje dio hace tiempo, cuando la descripción de un territorio (mítico o topográfico) comenzó a considerarse motivo suficiente de contemplación.
Las contraposiciones vienen al constatar la diferente distancia de la mirada, suavemente dirigida hacia el horizonte en las pastorales de Claude, bruscamente centrada en lo inmediato, en aquel terreno sobre el que el observador dará sus próximos pasos, en las fotos de Ayarza. Y desde luego, está la desestructuración del espacio. Una desestructuración que opera en dos niveles: el del espacio representado, sin un orden que nos guie en su lectura más allá de las trazas que lo surcan, y el del espacio de la representación, en el que desaparece la ordenación de elementos que organizan la lectura de la imagen y el escalonamiento de planos se sustituye por un gradiente de profundidad. Una progresiva modificación del patrón de textura de la superficie que se convierte en señal única de un mundo tridimensional.
Como espacialidad pura, la pintura de paisaje se sitúa tradicionalmente fuera de lo temporal. En las pinturas de Claude, el tema viene a reforzar esa atemporalidad, al mostrar esa Arcadia feliz con la que soñaron poetas, pintores y filósofos en tiempos del racionalismo. La Arcadia es un territorio fuera del tiempo y de la historia, y si en las pinturas aparecen representadas acciones, no deben tomarse como un discurrir temporal, como una sucesión de acontecimientos. Antes bien, debemos verlas como acciones pertenecientes al orden natural y que, por tanto, se inscriben en un tiempo circular y mítico.
En sus fotografías, Ansel Adams intentaba remedar esa atemporalidad de la pintura, trasladando al observador a los tiempos primigenios de una Naturaleza intocada. Pero, en su obra, Ayarza busca situarse justamente en el extremo opuesto. Al final del proceso de descubrimiento, primero, transformación, luego y casi destrucción, a la postre, de la Naturaleza por el hombre. Ya no se trata, por tanto, de un territorio intocado, de aquellos espacios todavía vírgenes que los románticos descubrieron en su retorno a lo natural, sino de territorios en continua transformación que muestran, más que sus características topográficas, las marcas dejadas por el paso del hombre. Terrenos (por su dimensión) que apenas conservan los rasgos de su apariencia original y que cambiaran la que ahora presentan en poco tiempo.
La idea de posterioridad se explicita en las marcas que constituyen el tema de las imágenes de Ayarza: senderos entre hierba, roderas de maquinaria o espacios abiertos para permitir el paso de vehículos. Siempre espacios usados, espacios que remiten al pasado no sólo por el hecho de estar representados en fotografía, sino porque lo que ha construido su actual apariencia, la acción humana, está ya completada.
Lejos queda el concepto de Naturaleza intocada, fuera del tiempo, de los primeros momentos de la sensibilidad paisajística. Por el contrario, estamos ante un paisaje históricamente situado y ante una nueva magnitud, ajena a él hasta ahora: la de la velocidad. Velocidad de transformación, del paso de un estado a otro. Las roderas que podemos contemplar una tarde serán borradas por la lluvia de la noche. O sustituidas por el paso de los camiones durante la jornada siguiente. El sendero marcado de manera mucho más lenta, por el reiterado pado paso de personas o ganado a lo largo de los años, hasta lograr apisonar la tierra y, con ello, impedir el crecimiento de la vegetación, será totalmente borrado por la excavadora en tan sólo unas horas.
La superposición de lo humano a lo natural tiene la paradoja de llevarnos hacia lo inhumano. Porque si la identidad del hombre precisa, en su construcción, de lazos de unión con el territorio, de un espacio sentido como propio, la velocidad impuesta por el progreso, también, al paisaje tiene como consecuencia el constante borrado de esas marcas que fundamentan el sentimiento de identidad. No somos ya de ninguna parte.
(Ramón Esparza: Javier Ayarza; Final de trayecto. En Imago 2001, Encuentros de Fotografía y Vídeo; pags: 17-20; Ed. Junta de Castilla y León y Salamanca 2002; Salamanca 2001.)