Plasma (2005-2006)
Cristina Zelich: “PLASMA: juego, parodia y profanación”.
Muchos y variados son los precedentes en la producción fotográfica posmoderna que han utilizado estrategias de puesta en escena, tanto con personajes reales como con muñecos inanimados. Ahora bien, en la mayoría de los casos la fotografía fabricada respondía a una voluntad de crítica al realismo fotográfico, cuando no se utilizaba la teatralización como método de alto valor subversivo frente al canon moderno. El último trabajo de Javier Ayarza, Plasma, podría en primera instancia recordarnos algunos de dichos trabajos y, por lo tanto, tentarnos con la posibilidad de establecer algún tipo de paralelismo con autores como Laurie Simmons, Boyd Webb, Cindy Sherman o, en nuestro país, Jorge Ribalta. Si existe algún rasgo en común, este se concreta en el uso de objetos y materiales artificiales que podemos encontrar en nuestro entorno cotidiano más inmediato —o en la tienda de «Todo a cien» de la esquina—, pero las demás similitudes no dejan de ser puramente anecdóticas o casuales.
Aunque a primera vista este nuevo trabajo nos puede resultar muy lejano de sus series anteriores, en el fondo no es así y quizás lo que en un principio desconcierta es que, de forma evidente, como nunca antes había sucedido en su obra, estas fotografías resultan extremadamente viscerales y disfrutan de un carácter lúdico llevado a su extremo. Creo que esta serie de fotografías fabricadas deben entenderse sobre todo por su voluntad de profanación y de parodia, ambos términos referidos tanto al contenido como a la forma. Lo que Javier Ayarza nos propone es una revisión muy personal de ciertos mitos, arquetipos y símbolos, presentes desde la Antigüedad en la cultura occidental. Los mitos clásicos y paganos fueron reutilizados para crear nuevas alegorías en el mundo cristiano. El autor, en cierto modo, los pasa a través de la lente, a la vez, deformante y espectacular de los medios de comunicación de masas y de la sociedad de consumo. Y en cuanto a la forma que ha utilizado para llevar a cabo esta serie, Ayarza ha querido, por un lado, parodiar algunas formas de fotografía puesta en escena y, por el otro, emular o citar la iluminación y los colores de ciertos maestros de la pintura europea, entre ellos Caravaggio, sobre un material tan prosaico, pero inevitable en nuestra civilización, como es el plástico.
A medio camino entre el Jardín del Edén y la selva tropical del Parque Jurásico de Spielberg, Ayarza ha creado a modo de diorama el escenario en el que se desenvuelven sus representaciones de los mitos para los que utiliza toscos muñecos de plástico, burdas imitaciones de Barbie y Ken, que en cierto modo y debido justamente a su poco esmerada fabricación se convierten en parodia de los originales, al tiempo que evidencian con crudeza esos caracteres físicos y sexuales que la sociedad de consumo exalta. Así pues, para el retrato individual de los personajes femenino y masculino, ha optado por una toma en primer piano de los torsos de ambos muñecos, puestos de relieve por una iluminación puntual y lateral que deja en la sombra los rostros. Entre las piernas de la hembra aparece la serpiente —la bestia maléfica que tienta a Eva provocando la expulsión del paraíso— y entre as del varón, la araña —símbolo de la Gran Madre devoradora y cuya tela representa a su vez la trampa de Satán—. Ambos personajes se recortan sobre un fondo de cielo azul nocturno y palmeras difusas. En casi todas las representaciones del Jardín del Edén aparece la palmera como elemento fijo junto al árbol de los frutos prohibidos. La palmera fue símbolo de justicia desde los inicios de la iconografía cristiana, pero, sin duda, si, como en este caso, sirve de fondo para dos cuerpos escultóricos, la asociación inmediata que hace el espectador es la del folleto de vacaciones en alguna isla del Caribe, aunque la vacaciones que se ofrecen prometan más perversidad que simple «sol y playa». Pero como veremos a continuación, el autor no se limita a contraponer de forma esquemática simbologías de proveniencias dispares sino que a medida que desarrolla su juego de representación, va planteando al espectador muchos más enigmas, complejizando la mirada, invocando sensaciones y reflexiones de diversa índole.
Al principio mencione la creación por parte del autor de dioramas en los que dispone sus figuritas para fotografiarlas. Sin embargo, la puesta en escena no comporta únicamente una forma determinada de colocar los muñecos y de iluminar la escena —Ayarza ha trabajado con un único foco y recortando el haz, según el efecto deseado—, sino que el encuadre realizado a través de la cámara, así como la profundidad de campo, son los que determinan una cierta mirada. Una mirada próxima al voyerismo, la del espectador que desde el anonimato que ofrece la oscuridad observa la escena o que escondido entre el ramaje acecha a esos dioses y animales míticos en sus devaneos y luchas. En este aspecto, como no pensar en la úItima obra de Marcel Duchamp,” Etant dormes”, en la que el autor conjuga las técnicas del diorama y del peep show. Duchamp trabajó durante casi veinte años en la elaboración de esta instalación que no se hizo pública hasta después de su muerte en una ala del museo de Filadelfia dedicada en exclusiva a dicha obra. El espectador se encuentra ante una puerta de madera tosca en la que se han practicado dos pequeños agujeros a la altura de los ojos. Al mirar a través de ellos, se observa una brecha en una pared de ladrillos que descubre a una mujer desnuda, tumbada en un suelo cubierto de hojas y ramas, con las piernas separadas, el sexo afeitado y la cabeza oculta. Sujeta con la mano una lámpara de gas sobre un fondo con una cascada y un paisaje en trompe l'oeil de bosques y colinas. Sin duda esta instalación puede dar pie a distintas interpretaciones: la mujer como eterno objeto de deseo o fuente de frustración, escena sádica de violaci6n, etc. Pero, sin duda, su construcción obliga a la participación del espectador, casi como queriendo demostrar que sin la participación del espectador voyeur la obra de arte no puede existir. Esta misma reflexión se puede aplicar a las fotografías de la serie Plasma que, en su planteamiento compositivo y al obligar en cierto modo al espectador a ocupar la posición de voyeur, nos remiten también a la serie Natural Wonder (1992-1997), del fotógrafo americano Gregory Crewdson que afirmaba en una entrevista: «Aunque estas fotografías hayan sido hechas en mi estudio, para mi son voyeuristicas. [...] he creado intencionadamente una especie de mirilla para que parezca como si estuviéramos observando un mundo secreto».
En las fotografías de Javier Ayarza el «efecto mirilla» se obtiene jugando con la profundidad de campo y rodeando la escena de sombra. Sombra que a su vez puede interpretarse como símbolo de esos deseos básicos de los que nos avergonzamos y que tratamos de ocultar en nuestro subconsciente. En otras imágenes, el aspecto voyeuristico se complementa con una duplicación de la mirada: el espectador observa desde fuera a la mujer que a su vez, oculta entre las palmeras, observa la figura de un hombre desnudo y de espaldas cuyos contornos imprecisos se perciben envueltos de oscuridad. 0 el espectador contempla la escena de las bestias que, situadas en el primer piano y apenas rozando el circulo de luz, acechan desde la sombra a la rubia que yace tumbada, con los ojos cerrados y su sonrisa de carmín, ajena (en su gozo?) a esas miradas de las que es objeto. En la mujer fatal —también llamada vampiresa o, de forma humorística «lagartona»—, imagen arquetípica de la feminidad maléfica, confluyen también los símbolos teriomorfos como, por ejemplo, la loba, la zorra, la tigresa, la pantera, la gata, la serpiente, etc.
A pesar de que muchas de estas imágenes consiguen crear una sensación inquietante, e incluso algunas de ellas, de forma aislada, pueden transmitir al espectador una impresión de verosimilitud, es imposible no esbozar una sonrisa divertida ante algunas de las escenas que el autor propone. Quizás, sobre todo, aquellas en las que la subversión de los géneros (pintura, cine, etc) y de los símbolos está impregnada de una desfachatez explicita. Fijémonos, por ejemplo, en esa imagen que nos remite a la película de King Kong. La historia del gran gorila fascinado por la belleza rubia con la que Hollywood, tal y como señala la ensayista americana Ann Kaplan, exagera y a la vez ilustra esa fantasía del varón blanco según la cual todos los negros desean a las rubias blancas. Aquí la rubia solo aparece parcialmente, a un lado de la imagen, sentada con los brazos y las piernas abiertos, recibiendo sin temor alguno al monstruo, que no solo parece haber menguado sino que además ha sido sustituido por el dragón Godzilla —.que habrá sido del pobre mono?—, en un escenario vacío barrido por una luz espectral que irremisiblemente nos hace pensar en otra pelicula de Spielberg, Encuentros en la tercera fase. Evidentemente los papeles han cambiado y si tuviéramos que hablar de actitud lasciva sería más fácil atribuirla a la rubia que al monstruo.
Pero cuidado porque dinosaurios y dragones, si no son vencidos y dominados, siembran el caos y la destrucción y acaban llevándose a la doncella a su guarida o comiéndosela a cachitos, como el saurio de ojos rojos que aparece en primer piano con la pierna de la rubia en la boca. Parodia de una de las leyendas mas presente en la iconografía cristiana: la de San Jorge que libera a la doncella tras matar al dragón con su lanza. El dragón, que en realidad no es más que una evolución del símbolo de la serpiente, representa en la iconografía cristiana el obstáculo que hay que superar para alcanzar lo sagrado. Aquí, el saurio ha ocupado el lugar del animal mítico y nos da a entender que ha salido victorioso de su combate contra las fuerzas del bien. Aunque si nos fijamos en la imagen difusa de la doncella que aparece tumbada en segundo piano, nos encontramos con una figura cuyos atributos nada tienen que ver con la supuesta virgen a la que San Jorge tenía que liberar.
Hay al menos otras dos imágenes que subvierten en clave paródica la leyenda de San Jorge y el dragón. En la primera un dinosaurio erguido, que apenas si se vislumbra envuelto en sombras, es quien clava la lanza en un animal blanco —en este caso una extraña ave de pico y cola rojos que el autor utiliza para representar la cigüeña, símbolo de virtuosidad, ave de buen agüero, anunciadora de nacimientos—. En la segunda, el ave yace en el suelo atravesado por la lanza que sujeta una rubia de formas generosas, oculta también en la penumbra: La castidad aniquilada por el placer carnal? En cualquier caso, la cigüeña que aparece en Plasma adquiere un carácter poco halagueño ya que, cuando no se la representa vencida, su presencia resulta bastante amenazadora. En particular, cuando se acerca al cuerpo femenino tumbado o cuando parece sobrevolar la figura masculina con intenciones poco claras. Dicha figura parece además una cita del famoso Cristo muerto de Mantegna cuyo original punto de vista determina la representación del torso modelado por una luz rasante, y en el que el rotundo dibujo de los pies y las piernas, cubiertas por los pliegues de una sábana en el original, ha sido sustituido por esas formas esféricas de brillantes colores que nos remiten a la simbología de la abundancia y la fertilidad representada, en la iconografía clásica, por vistosos frutos rebosando de una cornucopia. De nuevo aquí, un icono del arte occidental, la trágica imagen de Mantegna, casi monocromática, se convierte en una representación colorista que nos habla sobre todo de fertilidad y vida: ¿profanación de una de las cimas de la pintura religiosa? Si, si entendemos que la profanación implica un cambio en aquello que se profana: una vez profanado aquello que no estaba disponible y se hallaba separado, pierde su aura y es restituido al uso . 0 lo que en el caso de la serie Plasma de Javier Ayarza, equivale a romper todas esas barreras culturales que nos vienen impuestas, barreras intangibles que invisten a las obras de arte (plásticas, literarias, musicales, etc) con un carácter sagrado que las hace intocables, para apropiarnos con absoluta libertad de ese imaginario, subvirtiendo su función o su lenguaje y así poder expresar nuestra propia visión de la contemporaneidad.
Quizás una de las fotografías más festivas sea esa en la que el autor encuadra un batiburrillo de brazos y manos surgiendo en medio de unas melenas rubias y morenas, aunque no deja de resultar inquietante el extraño objeto que ocupa el centro de la imagen: ídolo oscuro adorado por sus sacerdotisas? El enigma que en algunas ocasiones crea el autor, bien por la inclusión de un elemento difícilmente reconocible o de misterioso simbolismo, bien porque la esquematización de la imagen llega a ser tan extrema que casi se convierte en abstracción, constituye justamente esa puerta abierta a la interpretación del espectador y a su posible participación en la obra. Justamente, en estas imágenes menos narrativas es donde el espectador puede al mismo tiempo disfrutar desde un punto de vista estético de las cuidadas composiciones, del preciso ejercicio de iluminación y del estudiado equilibrio entre colores y sombras. A pesar del inequívoco carácter lúdico de la propuesta, nada ha sido dejado al azar y la riqueza visual de toda la serie descansa en un meticuloso y riguroso trabajo de estudio, aunque el plato, en este caso, no haya superado los 30 x 40 cm.
Queda un buen número de imágenes por comentar en las que aparecen otros animales, otras figuras humanas, cuya interpretación simbólica dejo al espectador para que este, a su vez, pueda participar activamente en este juego al que me he permitido atribuir esa vocación profana, entendida como tarea política, de la que habla el filosofo italiano Agamben y que, a mi entender, impregna la obra de Javier Ayarza.
Cristina Zelich: Plasma, juego, parodia y profanación.
(Pubicado en Javier Ayarza: “Plasma”, Junta de Castilla y León, Salamanca, 2006)